Capítulo I

Si existe un dios, espero que algún día te perdone, porque has mandado a un hombre a un lugar peor que la muerte. Sé que eres padre de familia y si juegas, de verdad, es para procurar algo de dinero para tus hijos. Y sueles ganar.
Pero has perdido una mano ganadora. No tienes cómo pagarla. Desde entonces, llevas tres días sin poder dormir, temeroso de lo que me pueda pasar. ¿El embargo? No tienes nada. ¿Entonces la cárcel? Eso destrozaría tu familia. ¿Y si pactas con el usurero? No crees que tengas otra cosa que que ofrecerle más que tu vida, y él va a preferir tu dinero.
Quedaste con él, para pagarle, en el Tránsito, junto a la ermita abandonada de los monjes. Las extremidades te temblaban de la tensión y la falta de sueño. El corazón te reventaba en cada latido. El dolor de garganta apenas te dejaba tragar tu amarga saliva. Mientras esperabas, la luna se ocultaba tras las nubes sobre San Cristóbal, y el frío se colaba sin oposición a través de tu abrigo. El paseo te abrumaba. Sentías su peso sobre el alma. ¡Sólo de pensar lo que allí existe! De pronto te sentiste muy pequeño, como aplastado por el infierno.
El usurero y su acompañante te sorprendieron cuando tus ojos estaban a punto de salir de sus ensangrentadas órbitas. A modo de saludo, recibiste el primer golpe, por si pensabas escabullir el pago, y un aviso de que podías no regresar entero a casa.
-¡No! ¡No! ¡Pagaré! ¡Sé dónde encontrar mucho más dinero del que te debo!
Subiste con dificultad la cuesta hasta San Cristóbal. No era la debilidad, era el miedo lo que te impedía acercarme. ¡Hacía tantos años! Pero encontraste los túneles sin dificultad.
-Aquí, aquí. Os aseguro que hay un tesoro –afirmaste tras una nueva amenaza.
Temerosos, te siguieron al interior. El frío aire helaba vuestro espíritu. Apenas te costó orientarme entre los túneles; sólo tenías que ir hacia al lugar del que tu corazón quería huir con todas sus ganas. Tus acompañantes comenzaron a sentir primero una intranquilidad que poco a poco se convirtió en horror. En un par de cruces, dudaron de tu cordura y de seguir adelante. Pero sólo la avaricia del usurero y el miedo que hacia él tenía su mano derecha les hizo continuar.
Al final del paseo de San Cristóbal, casi en San Torcuato, existe uno de esos viejos caserones toledanos cerrados. Apenas unas mínimas ventanas, cerradas a cal y canto, y un enorme portón de acero lo separaban del exterior. Para cualquier extraño, podría pasar por una de esas clausuras aisladas del mundo. Para ti no. Tú viviste cerca de muy joven. Se dice, y tú confirmas, que aquel que duerme cerca, siempre sueña con sangre.
Además, tú sabes cómo entrar. Después de horas o días, quién sabe, andando, llegasteis a la puerta. Empujaste la palanca que la movía y, como esperabas, la casa se cobró a la persona que tenía más cerca, a tu adeudado. Su compañero no supo hacer otra cosa que salir corriendo. Afectado por lo que sintió más que vio, al cabo de unos días terminó siendo acusado de la desaparición de su jefe. Tú sabes cómo entrar, pero también sabes que nadie ha salido de la casa jamás.

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